Como un sonámbulo deambuló por el salón sin mirar a nadie. Pero pronto encontró un lugar justo en el medio del mismo. Al sentarse se dió cuenta que todos los que estaban allí lo observaban con curiosidad. Parecía ser que era el único occidental. Entonces, sacó un paquete de galletas de entre sus húmedas ropas y comenzó a comerlas para olvidarse que lo miraban.
Al rato se le acercó un chino que parecía ser el cocinero. Llevaba puesto un delantal que antes era de color blanco y ahora estaba repleto de manchas oscuras de grasa. Sin perder el tiempo, mediante gestos, quien viaja le hizo saber que quería comer lo mismo que todos los que estaban a su alrededor: sopa con carne que presumiblemente era de yac.
Cuando el cocinero retornó a su mesa con un humeante plato caliente entre sus manos, un hombre muy alto y delgado se paró frente a él. Se trataba de un tibetano bastante joven que le sonrió con una exasperada amabilidad. Quien viaja lo invitó a compartir su mesa.
Por la forma que iba vestido, pensó que el tibetano era un nómade. Usaba unas botas negras que le llegaban a la rodilla, una chaqueta de piel de yac con una manga más larga que la otra que según la costumbre no se usa para introducir un brazo. Y para coronar una especie de sombrero de copa bien alto.
© Marcelo Caballero |
La conversación era dificil porque no hablaban las mismas lenguas pero se reían mucho. Había cierta complicidad. Pero entre risa va y risa viene quien viaja le pronunció dos palabras que modificaron el rostro del nómade: “Dalai Lama". Esos rítmicos nombres propios hicieron bajar la vista al tibetano. Se persignó poniéndose el pulgar derecho en la frente para más tarde decirle –con gestos, claro – que no debía pronunciar esas palabras ante los chinos.
Con mucha timidez le mostró una medalla que tenía en el pecho. Era la imagen del líder espiritual tibetano. Pero enseguida se la guardó. La estricta legislación china prohibía el uso de cualquier imagen de ese hombre santo que vive exiliado desde 1959 en India.
De repente dos parroquianos chinos que parecían estar bastantes ebrios entraron en escena: se acercaron a la mesa de quien viaja y el que estaba más tambaleante se sentó aparatosamente en la única silla vacía. Inmediatamente increpó al nómade con gritos y algunos escupitajos. El pobre tibetano no hizo nada y como seguía gritando, optó por darle la espalda. Parece que ese gesto enfureció al chino que se paró como pudo y se puso frente al tibetano en una actitud desafiante, agresiva hasta que se tomaron a golpes.
Con mucha timidez le mostró una medalla que tenía en el pecho. Era la imagen del líder espiritual tibetano. Pero enseguida se la guardó. La estricta legislación china prohibía el uso de cualquier imagen de ese hombre santo que vive exiliado desde 1959 en India.
De repente dos parroquianos chinos que parecían estar bastantes ebrios entraron en escena: se acercaron a la mesa de quien viaja y el que estaba más tambaleante se sentó aparatosamente en la única silla vacía. Inmediatamente increpó al nómade con gritos y algunos escupitajos. El pobre tibetano no hizo nada y como seguía gritando, optó por darle la espalda. Parece que ese gesto enfureció al chino que se paró como pudo y se puso frente al tibetano en una actitud desafiante, agresiva hasta que se tomaron a golpes.
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Quien viaja quiso separarlos pero enseguida varios chinos del lugar, entre ellos el cocinero, se interpusieron y lo obligaron a dejar el recinto. Al ver que no podía regresar y con el temporal que arreciaba, optó por volver a su habitación.
Al día siguiente la nevada era sólo un recuerdo. Y aunque hacía frío, la mañana lucía espléndida con un cielo extremadamente azul. Entonces decidió salir a pasear un poco y averiguar que había pasado con Vagdro.
La taberna aún estaba cerrada y nadie en la única calle del poblado lo había visto. No satisfecho durante toda esa mañana siguió preguntando a cualquier persona que vagara por allí.
Llegada la tarde quien viaja decidió irse de Manigango. Muy desesperanzado se instaló junto a la puerta de la taberna a esperar que algún camión lo llevara para cruzar la cordillera. Manigango era el último poblado por ese camino antes de arribar a la meseta tibetana.
No se atrevía a entrar a la taberna. Lo habían tratado muy mal la noche anterior y deducía que allí no iba a encontrar ninguna respuesta.
De pronto, un niño tibetano le pidió que le comprara unos caramelos. Quien viaja aceptó y fueron hasta un almacén cercano donde desde su interior una mujer china que estaba escondida detrás de unas estanterías lo sorprendió diciéndole en un perfecto inglés que sabía donde estaba el nómade. Y le dijo que la información le salía 10 yuanes. Quien viaja sin dudar pagó y la mujer le aconsejó que no lo buscara más porque lo habían subido a un camión y transportado a Drapchi esa misma mañana.
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La prisión a la que se refería esa mujer estaba en Lhasa, la capital de Tibet y era una cárcel de presos políticos no de delincuentes comunes. Allí estaban encarcelados por años tibetanos que osaban manifestarse por la independencia tibetana o que llevaran imágenes del Dalai Lama como Vagdro. Entonces quien viaja recordó su cara bonachona y triste. Y trató en vano de imaginarse como sería la libertad para este pueblo.
(Extraído del libro de relatos "Pasajeros del devenir")
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