© Marcelo Caballero
Alguien gritó el nombre de quien viaja desde la otra esquina. No se sorprendió cuando se le acercó. Habían acordado por teléfono un rato antes encontrarse allí, frente al portón principal de la estación Franca.
Su voz le pareció familiar pero a simple vista, no era su entrañable amigo. Con decir que Alex medía 1,90, delgado, con una larga melena rubia y esta persona era todo lo contrario: bajo, poco atlético y casi calvo. Aparentaba tener 20 años más que su amigo catalán.
Al principio creía que le hacían una broma. Un juego de mal gusto, pensó. Entonces se dejó llevar una vez más por las circunstancias fortuitas de un viaje. De un extraño viaje.
Hacía dos días que no dormía y necesitaba que alguien en Barcelona le diera un lugar para descansar. Por eso no dudo en subirse al automóvil del extraño y a toda velocidad enfilaron por una transitada avenida.
Durante el viaje urbano, el impostor, por llamarlo de alguna manera, le recordó aventuras vividas en la vieja Katmandú. De su boca salieron andanadas de recuerdos de las noches vividas juntos en el Thamel. Y en todo momento reía mientras esquivaba peligrosamente autos y peatones.
En cierto momento quien viaja cortó el monólogo del extraño con una pregunta filosa, profunda. “¿Recuerdas lo que te recomendé en el Garuda?”. Y el desconocido con naturalidad le respondió. “ claro que lo recuerdo…. “Un recodo en el río” de Naipaul . Lo compré esa misma tarde, te lo prometo”. Y volvió a reír.
© Marcelo Caballero
La ciudad lucía espléndida. La primavera estaba en ciernes y las veredas se observaban abarrotadas de gente, de turistas.
El extraño estacionó el auto en un playa de estacionamiento. Y en minutos, se encontraron caminando por unas estrechas callejuelas de un barrio muy antiguo.
Durante el involuntario paseo quien viaja meditó en toda esta absurda situación pero pronto las ganas de dormir dominaron todos sus pensamientos. Y se decía a sí mismo que no debía contrariarlo. Había que ir hasta el final. Y además sentía que todo debía acabar lo antes posible.
Durante esos sinuosos momentos el impostor se paró frente al portal de un antiguo edificio y lo invitó a pasar.
Subieron por unas escaleras de madera, ruidosas y estrechas. Así, a duras penas, con la mochila y algunos paquetes a cuestas llegaron hasta el cuarto piso donde el extraño se paró, extrajo de su bolsillo una llave y abrió la puerta con naturalidad.
Quien viaja no aguantaba más. El impostor pareció adivinar la situación y lo llevó hasta una pequeña habitación que tenía solo una cama. Y nada más.
Y así como estaba quien viaja se dejó caer aparatosamente sobre ella. En segundos se durmió.
Al despertar, se dio cuenta que el extraño había desaparecido. Entonces, una impronta de nada existencial lo impulsó hacia la ventana cerrada. Apoyó su cara sobre el cristal y se puso a escuchar.
Intuyó sincopados bocinazos de automóviles entre enjambres de sonidos. Eso lo satisfizo por un momento. Por un extraño momento.
Luego, sin mucha prisa y aparentemente sin importarle demasiado, subió despacio la vieja cortina de la ventana y observó el exterior, el mundo a través de sus alucinados ojos.
Reconoció el barrio: era el Raval.
Más adelante, escuchó que alguien tarareaba una canción infantil que parecía conocer y que provenía del departamento vecino. Una mueca de esperanza entró en su alma como la sensación de estar vivo. Y se recostó sobre su cama para dedicarle toda su atención hasta que volvió a dorrmirse.
Un poco después una punzante sirena rompió el silencio. Entonces se sobresaltó y fue otra vez a la misma ventana para descubrir que la noche había llegado. Y con ella los faroles amarillos de las calles.
Sin importale en demasía se entretuvo observando como desaparecía una pareja de chavales por la esquina de la callejuela y esa simple imagen lo conmovió.
Ya sin saber que hacer, sin sueño y también sin hambre, se fue al baño, se desnudó y lavó toda su ropa. Luego extrajo una muda de prendas limpias de su mochila y mientras se cambiaba, decidió salir de ese lugar.
Ya afuera del piso no pudo caminar más que un paso. Estrechó su espalda sobre la ruinosa madera de la puerta y analizó la situación. Luego dio dos, tres, cuatro pasos y golpeó en la puerta de enfrente.
Y se quedó allí, tranquilo, solo con sus pensamientos por largos minutos hasta que se entreabrió. Y apareció la cara temerosa de un anciana.
-Hola, buenas noches – dijo quien viaja con cierta naturalidad – señora, disculpe la pregunta…quien vive en la puerta de enfrente?.
La mujer se tomó su tiempo para responder. Para ella no parecía ser natural todo eso. Entonces lo miró con cierto recelo y mientras se secaba con un pañuelo las comisuras de su boca, le dijo:
- ¿Usted me está tomando el pelo? - y lo miró con cara de pocos amigos - ¿Cómo que quién vive al lado? - hizo otra pausa y prosiguió - ¿.me parece que a usted el viaje no le cayó nada bien, ¿eh?...para nada bien”.
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