San Basilio. Moscú, Rusia © Marcelo Caballero |
Está a punto de amanecer en Moscú y la mañana se anuncia
fría y tormentosa. Las siluetas de los monumentales edificios de la era
comunista emergen fantasmagóricos detrás de la espesa niebla.
Aún dormido, bajo de un triste autobús
que huele a vodka, en el que la gente viaja con sus perros a cuestas. Llego
desde Minsk, la capital de Bielorrusia y pronto iniciaré otra aventura.
Embarcaré en el mítico tren que atraviesa 10.000 kilómetros de lo más exótico
de Asia: el transiberiano me espera.
Moscú es una ciudad gigante. Gran parte de la vida sucede
bajo tierra, en pasajes subterráneos repletos de centros comerciales
interconectados por el colosal subte que fundó Stalin en 1935.
No dudo y me introduzco en la intimidad del alma rusa, pero el idioma es un serio inconveniente.
Metro de Moscú, Rusia © Marcelo Caballero |
El 80 % de los rusos ni siquiera sabe decir yes y mucho menos “si”.
El lenguaje cirílico es ininteligible y cada día en Moscú es un desafío a mi
capacidad de adaptación.
A pesar de ello sigo adelante y deambulo por la populosa
estación férrea de Jaroslav hasta que encuentro una empleada que chapurrea algo
de inglés. Ella me vende el boleto de tercera clase para esa misma noche hacia
Nizhny Novgorod, 441 al este de Moscú.
Estación de Jaroslav, Moscú © Marcelo Caballero |
De esa manera a las 22, 30 hs. estoy en la estación buscando
el tren Nº 026. Allí, pregunto por el andén y trato de interpretar los carteles.
Chequeo nuevamente los horarios de salida y mi tren no aparece y encima nadie
sabe nada. Por ello, decido retornar a
la oficina de los tickets y ellas (con señas, claro) me indican la línea de
subte. Entonces voy a ver nuevamente a Anna, la mujer que me vendió el pasaje. “Su
tren parte a 7 kilómetros de aquí” dice la rusa con amabilidad. Y con sólo 15
minutos a favor, me subo en el peor de los taxis rusos.
“Quickly, quickly please!!” le grito desde el asiento de
atrás. Pero el conductor no tiene intenciones de apurarse y el viaje se hace
eterno. Perder ese tren implica perder dinero y vaya a saber cuantos días
para conseguir otro. Finalmente el taxista me deja a 500 metros de la estación.
En una alocada carrera hacia el andén y con el billete en lo alto me tropiezo
con todo el mundo, hasta que un mendigo se ofrece de guía.
Escalones, más escaleras, no doy más y la incertidumbre me
cierra el estómago. El maldito tren parte 30 segundos antes de tiempo y las
provonitzas (azafatas en ruso) paradas en las puertas de los vagones, no muestran
compasión alguna. Y el expreso se aleja en cámara lenta.
Resignado, vuelvo a la oficina de Anna. Y ante mi sorpresa,
la chica entra en acción y vuelve con buenas noticias: “conseguí otro boleto, amigo. Sale a las dos de la
mañana en el tren 059, en tercera clase”.
El tren transiberiano © Marcelo Caballero |
El miércoles les relataré nuevas aventuras del viaje por los Urales!! no se lo pierdan!! hasta pronto!
No hay que perder la fe.
ResponderEliminarJamás, Agustín!!
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