Miradas Cómplices constituye un laboratorio de ideas, de reflexiones fotográficas e imágenes que, quizás, encuentren vuestra complicidad.

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viernes, 22 de enero de 2010

¡Cuidado gringos, háganse a un lado!


Casa de la Moneda - Potosí © Marcelo Caballero

A medida que la mañana transcurre, sus luces peregrinas blanquean sin apuro las sombras del colonial y decadente patio del Hotel Potosí.
Impaciente, quien viaja prepara unos mates en una mísera cocina. La cacerola comienza pronto a hervir y considera que el desayuno ya está listo. Y también está preparado para escribir. Para canalizar como una terapia sus vivencias.
Entonces desea ponerle punto final al recuerdo de esos oscuros túneles.
En unos minutos toma ánimo y mientras degusta de sus mates, bosqueja algo en su cuaderno de viajes:
La oscuridad está latente. Se entremezcla hasta en mis más íntimos pasos. Las envolventes sombras que titilan en los negros huecos vierten sudor, mucho sudor a mi corazón.
Y la sensación es alucinada. A pesar que el siglo XXI emerge como la centuria de las nuevas tecnologías, la visita a las minas de Potosí me provoca extrañas ambigüedades y ciertas frustraciones culturales. Un espacio descolorido, de triste pasado aún vigente.
Me acuerdo de aquel vozarrón….“Cuidado gringos, háganse a un lado” vociferaba Jaime y el imperativo de ese guía minero aún retumba lacerante en mi cabeza.
Recuerdo que esa orden no era para nuestro grupo. Sino para un contingente de rubios turistas nórdicos que venían pisándonos los talones. En ese momento pensé en los deseos ocultos que llevan a esos jóvenes del primer mundo con buena calidad de vida a hurgar por esos túneles llenos de olor a muerte.
Lo cierto fue que en ese instante de divagaciones irrumpieron por la galería unas sombras estropeadas por el escaso oxígeno del lugar y pasaron frente a nuestras narices sin vernos. Unos metros más adelante pararon y comenzaron a cargar piedras y más piedras residuales ante nuestra sorprendida mirada turística.
Recuerdo sus mejillas hinchadas por la coca. Recuerdo como esos pobres obreros metían en el carro cientos de kilos de dura tosca en pocos minutos sin decir una palabra como si fueran decadentes robots. Finalmente cuando terminaron, dos mujeres del contingente europeo que no llegaban a los 20 años se acercaron con timidez y pusieron junto al vagón de carga, unas botellas de Coca Cola y varias bolsas de nylon verde con hojas de coca en su interior. Aquella imagen sacada de contexto suena en mi cabeza como un duro encontronazo de historias, de divergentes e hirientes caminos culturales.
Y pienso en dónde estarán sus pensamientos, sus ilusiones, las extrañas razones que los llevan a arrastrar carros y más carros por más de 12 horas de trabajo diario, de infrahumana vida subterránea. Y por sólo 5 dólares diarios venden su alma a la sierra llamada Rica. Rica de metales pero también de gases tóxicos que dejan sus pulmones llenos de ironías. Sarcasmos de este capitalismo tardío que impregna de muerte en vida a estos mineros..”
-
“¡Vamos, hombre! que nos tenemos que ir!!.. “¡Vamos, argentino!” . Levanta la vista y ya no puede escribir más. Los sonidos amigos que provienen de la puerta de entrada del viejo hotel resuenan en sus oídos como un alivio. Un involuntario respiro.
Piensa que así son los viajes, una sensación lleva a otra, de un momento triste a otro banal, alegre. Constantes del devenir, de las incertidumbres.
Mientras camina distraídamente por las calles de Sucre no puede dejar de pensar en las páginas de una vieja edición de los Socavones de la Angustia que terminó de leer en el bus camino a esta colonial y blanca ciudad: Y no puede sacar más que una triste conclusión de todo ello: lo que observó en Potosí no se diferencia en nada de lo que Fernando Ramírez Velarde escribió con tanta precisión sesenta años atrás.

martes, 19 de enero de 2010

Una noche en una taberna

   Afuera la nieve caía a borbotones y en la taberna una espesa nube de humo mezcla de tabaco y aromas culinarios le ofrecía una sugestiva bienvenida a quien viaja.
Como un sonámbulo deambuló por el salón sin mirar a nadie. Pero pronto encontró un lugar justo en el medio del mismo. Al sentarse se dió cuenta que todos los que estaban allí lo observaban con curiosidad. Parecía ser que era el único occidental. Entonces, sacó un paquete de galletas de entre sus húmedas ropas y comenzó a comerlas para olvidarse que lo miraban.
Al rato se le acercó un chino que parecía ser el cocinero. Llevaba puesto un delantal que antes era de color blanco y ahora estaba repleto de manchas oscuras de grasa. Sin perder el tiempo, mediante gestos, quien viaja le hizo saber que quería comer lo mismo que todos los que estaban a su alrededor: sopa con carne que presumiblemente era de yac.
Cuando el cocinero retornó a su mesa con un humeante plato caliente entre sus manos, un hombre muy alto y delgado se paró frente a él. Se trataba de un tibetano bastante joven que le sonrió con una exasperada amabilidad. Quien viaja lo invitó a compartir su mesa.
Por la forma que iba vestido, pensó que el tibetano era un nómade. Usaba unas botas negras que le llegaban a la rodilla, una chaqueta de piel de yac con una manga más larga que la otra que según la costumbre no se usa para introducir un brazo. Y para coronar una especie de sombrero de copa bien alto.

© Marcelo Caballero

   El joven, por cierto, se llamaba Vagdro y había nacido en Ganze, un poblado ubicado a pocos kilómetros de allí. Vagdro le hizo entender con gestos ampulosos y muy graciosos que tenía un rebaño de yacs y que aún no estaba casado.
   La conversación era dificil porque no hablaban las mismas lenguas pero se reían mucho. Había cierta complicidad. Pero entre risa va y risa viene quien viaja le pronunció dos palabras que modificaron el rostro del nómade: “Dalai Lama". Esos rítmicos nombres propios hicieron bajar la vista al tibetano. Se persignó poniéndose el pulgar derecho en la frente para más tarde decirle –con gestos, claro – que no debía pronunciar esas palabras ante los chinos.
Con mucha timidez le mostró una medalla que tenía en el pecho. Era la imagen del líder espiritual tibetano. Pero enseguida se la guardó. La estricta legislación china prohibía el uso de cualquier imagen de ese hombre santo que vive exiliado desde 1959 en India.
De repente dos parroquianos chinos que parecían estar bastantes ebrios entraron en escena: se acercaron a la mesa de quien viaja y el que estaba más tambaleante se sentó aparatosamente en la única silla vacía. Inmediatamente increpó al nómade con gritos y algunos escupitajos. El pobre tibetano no hizo nada y como seguía gritando, optó por darle la espalda. Parece que ese gesto enfureció al chino que se paró como pudo y se puso frente al tibetano en una actitud desafiante, agresiva hasta que se tomaron a golpes.

                                                            
© Marcelo Caballero
   Quien viaja quiso separarlos pero enseguida varios chinos del lugar, entre ellos el cocinero, se interpusieron y lo obligaron a dejar el recinto. Al ver que no podía regresar y con el temporal que arreciaba, optó por volver a su habitación.
   Al día siguiente la nevada era sólo un recuerdo. Y aunque hacía frío, la mañana lucía espléndida con un cielo extremadamente azul. Entonces decidió salir a pasear un poco y averiguar que había pasado con Vagdro.
   La taberna aún estaba cerrada y nadie en la única calle del poblado lo había visto. No satisfecho durante toda esa mañana siguió preguntando a cualquier persona que vagara por allí.
   Llegada la tarde quien viaja decidió irse de Manigango. Muy desesperanzado se instaló junto a la puerta de la taberna a esperar que algún camión lo llevara para cruzar la cordillera. Manigango era el último poblado por ese camino antes de arribar a la meseta tibetana.
No se atrevía a entrar a la taberna. Lo habían tratado muy mal la noche anterior y deducía que allí no iba a encontrar ninguna respuesta.
   De pronto, un niño tibetano le pidió que le comprara unos caramelos. Quien viaja aceptó y fueron hasta un almacén cercano donde desde su interior una mujer china que estaba escondida detrás de unas estanterías lo sorprendió diciéndole en un perfecto inglés que sabía donde estaba el nómade. Y le dijo que la información le salía 10 yuanes. Quien viaja sin dudar pagó y la mujer le aconsejó que no lo buscara más porque lo habían subido a un camión y transportado a Drapchi esa misma mañana.
© Marcelo Caballero
   La prisión a la que se refería esa mujer estaba en Lhasa, la capital de Tibet y era una cárcel de presos políticos no de delincuentes comunes. Allí estaban encarcelados por años tibetanos que osaban manifestarse por la independencia tibetana o que llevaran imágenes del Dalai Lama como Vagdro. Entonces quien viaja recordó su cara bonachona y triste. Y trató en vano de imaginarse como sería la libertad para este pueblo.




(Extraído del libro de relatos "Pasajeros del devenir")

lunes, 11 de enero de 2010

El robo en la estación Howrah

©Marcelo Caballero


Deseo inaugurar este blog con un texto que pertenece a un compilatorio de relatos de viaje llamado "Pasajeros del devenir" que permanece ínédito en un disco duro. Supongo que a partir de ahora no será tan inédito y estoy muy feliz de usar esta página para que alguien lo lea. Ese es mi humilde propósito.
Enhorabuena a los caminos de la literatura, de las ideas y de la fotografía que se unen sin darnos cuenta de una manera muy productiva...

"Poco después que sus amigos partieron hacia Katmandú, quien viaja sintió algo que le anudaba el pecho, algo que le decía que debía regresar a Calcuta. Entonces emprendió la vuelta. La contaminación, la falta de espacio y el tráfico humano le hicieron olvidar pronto la vida tranquila y espaciosa de Darjeeling.
Viajó sin haber pagado el boleto…..durante doce largas horas estuvo parado frente a la entrada de los baños hasta que ya cerca de la antigua perla británica pudo sentarse en un pequeño espacio de una litera atestada de hindúes.
Pronto el tren llegó a la estación y quien viaja observó que salir de la estación iba a resultar caótico. Entonces decidió esperar a que todos bajaran.
En ese momento un joven se le acercó para ofrecerle ayuda por una propina. Quien viaja agradeció el gesto pero lo rechazó de inmediato: no tenía dinero de más.
Mientras todo esto pasaba, un niño entró por la ventana, tomó su bolso y como un fantasma desapareció. Cuando quien viaja se dio cuenta, todo fue demasiado tarde.
Lloró de impotencia pero no se resignó a creer lo que le estaba pasando. Tenía que haber una solución, un camino o varios. En esa jauría humana buscar su bolso era un acto de estupidez entonces la impotencia dio paso a la ira.
La curiosidad de la gente es igual en todas partes del mundo y la India no es la excepción. En minutos decenas de indios lo rodeaban sin entender bien que pasaba. No importaba. Ninguno hablaba inglés y les resultaba muy gracioso ver a un occidental gesticular o lanzar palabras incomprensible al aire.
De pronto un anciano se acercó y con una gran sonrisa comenzó a hablar en un inglés bastante comprensible y le aconsejó realizar lo más pronto posible una denuncia a la oficina policial de la estación.
Le hizo caso. Dejó atrás el andén, entró a la galería principal y en el fondo de la misma descubrió el local policial.
Durante casi una hora, trató de explicarles con una paciencia al límite a dos uniformados lo sucedido. Estos apenas hablaban inglés y no estaba seguro si le habían entendido todo. Por si esto fuera poco, dieron señales de fastidio y le pusieron frente a él unos papeles que debía llenar y todos estaban escritos en bengalí. Así que escribió su nombre en algún lugar, el teléfono del hotel en otro, su país de origen en otro lado y una firma final para sacarse de encima todo ese papeleo.
Y luego esperó a ver que pasaba. “ Después de todo, que pierdo?” se autoconvenció quien viaja. Los hechos comenzaron a tomar forma cuando lo invitaron a reconstruir el robo en el lugar donde se cometió.
Ya no sabía si el desgano de esos dos hindúes era por no saber que hacer o por el calor agobiante del momento. Lo cierto es que en medio de la galería principal uno de ellos, el más bajo de estatura preguntó con una fonética a lo Tarzan: “¿uear is de plais?”.
En minutos el grupo se encontró en el lugar del robo y le pidieron a quien viaja que volviera a explicar lo sucedido.
Entonces ocurrió un imprevisto: el policía bajito empezó a correr entre la inflamada multitud gritando en bengalí. Todos lo dejaron pasar y quien viaja observó que el uniformado agarró a un niño en las vías y lo trajo casi arrastrándolo hacia el grupo. Tenía cara de triste y no aparentaba tener más de diez años. Pero más allá de ello parecía ser sólo un niño de la calle como tantos en esa ciudad de pobres y ausentes.
Apenas miró a quien viaja, el pequeño se puso a llorar con ganas. Pero cuando se puso a gritar, el policía le pegó una cachetada tan fuerte que todos los que pasaban por allí se pararon a observar la escena. Por primera vez quien viaja se olvidó del robo del bolso.
Entre tanto los policías le sugirieron que no era necesario que se quedara más tiempo allí y lo invitaron a retirarse. Y antes que se marchara de la estación, el mismísimo comisario se le acercó y como si fuera un familiar cercano le prometió noticias por la tarde.
La ira dio paso a la tristeza. Que le hayan pegado a un niño era un atropello y ya en la calle reflexionó un poquito más sobre lo sucedido y el robo era ya un dato casi sin importancia para él.
Tomó un atestado bus que lo dejó en la calle Sudder de Chorwingee como una hora después. A tan sólo unos pasos estaba su albergue: el Army Salvation. Cuando se aprestaba a entrar por el portón del hostel de los misioneros sintió desvanecerse, una intensa fiebre se apoderó de su cuerpo.
Durmió muchas horas hasta que el sopor lo despertó. Calcuta a esa hora era un infierno de gente y calor. No sabía si era la misma tarde o la siguiente. Entonces como un sonámbulo se levantó y retornó como pudo a la estación
Volvió a aguardar en el mismo salón de espera hasta que el mismo policía que le pegó al niño se le acercó y le hizo entender con señas y tarzanescos vocablos anglosajones que tenga paciencia que el comisario ya lo iba a atender.
De pronto la puerta del jefe se abrió y una voz capitana le sugirió entrar : Camon!!! Camon!!!. Quien viaja se sentó frente a él y lo intimidó el grueso bigote negro del comisario. A pesar de su amplia sonrisa no le gustaban mucho los policías. Le traían malos recuerdos.
Durante un instante creyó que todos allí le estaban haciendo una broma pero el bigotudo, de pronto se agachó y sacó por debajo del escritorio un envoltorio negro. Lo puso sobre la mesa y quien viaja con asombro comprobó que allí adentro estaba su querido bolso. Lo abrió y chequeo todo su interior. Estaba casi todo.
“uear ar iu from?” preguntó curioso el comisario. “Argentina, sir”. Y el hindú de los bigotes volvió a esgrimir la amplia sonrisa del principio. ¡Maradona! dijo. Y quien viaja no sé por que recordó a la policía de su país, su accionar corrupto, la inseguridad de la gente y sin levantar la vista del bolso agradeció al indio, invitándolo a sacarse una foto con su cámara reflex recuperada.
“¿Pueden ponerse todos acá?- le dijo a la comitiva policial que como en un día de gracia rodeaban al comisario. “¿ y usted? a mi izquierda..por favor!!” le indicó al policía que cacheteó al niño aquella mañana. Lo encuadro cerca pero afuera del visor de la Nikon FM. Entonces sonrió y apretó el obturador, no quería llevarse ningún recuerdo de aquel bajito hombre bengalí."


                                                  ©Marcelo Caballero